El hombre tigre es una leyenda muy difundida en Corrientes y Misiones. Son viejos indios bautizados, que de noche se vuelven tigres para comerse a sus compañeros u otras personas. Cuando les viene el mal propósito se alejan de sus semejantes y se sumergen en la oscuridad de la noche, buscando el abrigo de un matorral. Allí empiezan a revolcarse de izquierda a derecha sobre un cuero de jaguar, rezando un credo al revés, mientras cambian de aspecto. Salen entonces de caza y, ya devorada la presa, retornan a su forma primitiva, realizando la misma operación, pero ahora en sentido inverso (de derecha a izquierda).
Se lo describe como un tigre muy feroz y sanguinario, de cola corta, casi rabón o directamente, sin cola y la frente desprovista de pelos. Otras versiones lo pintan mitad hombre y mitad animal o con cuerpo de yaguareté y extremidades humanas.Se dice que es inmune a las balas, a menos que estén bendecidas. También es eficaz el machete bendecido.Según testimonios recogidos por Berta E. Vidal de Battini, en Corrientes, hay veces en que el yaguareté abá persigue a muchachas hermosas, y luego de capturarlas las lleva a su guarida, en medio del monte.
Bibliografía: Adolfo Colombres - Seres sobrenaturales de la cultura popular argentina
Coquema es un dios bueno que protege a las vicuñas, a los guanacos y a todos los animalitos de la montaña.
Le queda grande el sombrero y como es tan pequeñito la camiseta de lana le arrastra.
Por las noches arrea su rebaño de llamas cargadas de oro y de plata y se roba los guanacos cuando sus dueños los cargan demasiado. Tiene una mano de lana, liviana y suave para acariciar, y otra mano de plomo, dura, muy dura, para castigar. Por eso Coquena puede ser muy generoso o terrible. Por eso todos temen y respetan a Coquena. ¿Será cierto que anda por los cerros, silbando, apoyado en un largo bastón? ¿Será cierto que guía a las cabras, a las llamas, a todos los animales que pierden el rumbo? ¿Será cierto que acarrea plata al Perú, para que allí nunca se acabe? ¿Será cierto que esconde entre las rocas bolsas con monedas de oro y de plata?
Cuentan que el Chango, un pastorcito indio, muy joven, que vivió en los valles de la hoy provincia de Salta, hace muchos, muchísimos años, vio una vez a Coquena. El Chango era pastor de cabras; como eran tan pocas, ¡apenas cinco! él le llamaba "mi majadita". Pero las cuidaba como si fueran muchísimas y siempre andaba buscándoles los mejores pastos y los arroyos de agua más clara.
Los otros pastores de la zona, viendo cuánto cuidado tenía por ellas, sabían burlarse de él, por gusto de divertirse nomás:
-¡Cuidado con la majada, Chango. -¡No vas a equivocarte al contarlas!
¿Estás seguro de que están todas, Chango?
Pero él siempre les contestaba riendo: -¡Cinco son más que una y una es más que ninguna!
Un día, los pastores que tenían majadas grandes le dijeron: -¿Por qué no vas del otro lado del Cerro Grande? Hay un río y pastos
tiernitos, tiernitos. ¡Y a montones! ¡Como para que coman "todas tus cabras"!
-Y ustedes... ¿Por qué no van? -preguntó el Chango.
Y... es que es muy lejos - dijo uno. -Y el camino muy trabajoso -dijo otro.
-¡Yo voy a ir! -dijo el Chango muy contento.
-¿Por cinco cabras? -¡Estás loco!
-¡Sí, sí, voy a ir! Aquí el pasto es muy duro y las pobres se están poniendo muy flacas.
Y se fue el Chango, cantando bajito, con sus cabras, en busca de pasto tierno. Las cuestas eran cada vez más empinadas, las rocas cada vez más duras. Y después de mucho andar por senderos desolados y peligrosos desfiladeros, llegó, al fin, al valle. El Chango se quedó maravillado. Aquello era más hermoso de lo que nunca pudo imaginar.
Pero ¿Cómo es que nadie lo había visto antes? -¡Vaya que había sido grande! exclamó ¡Y qué verde! Aquí pueden pastar muchísimas cabras. ¡Tengo que decirles a los otros que vengan!
Las cabras brincaban locas de contentas y comieron hasta hartarse. En tanto, el Chango, sentado en el suelo, las miraba y pensaba: -¡Qué lindas que son! Cuando la negrita tenga un cabrito van a ser seis, y seis cabras son más que cinco. Y después, a lo mejor la Manchada tiene también uno, y entonces van a ser siete, y siete cabras son más que seis. Y después...
Así pensaba cuando se dio cuenta de que ya estaba por anochecer.
-¡Bueno, golosas, ya es hora de volver a las casas! ¡Vamos! ¡Vamos!
Apenas habían empezado a andar cuando negros nubarrones cubrieron el cielo y todo se oscureció. Primero fueron unas gotas y después se desató una terrible tormenta. El viento era tan fuerte que tenía que aferrarse a las rocas para no caer. La lluvia caía a torrentes y, para colmo, un trueno espantó a las cabras que echaron a correr por todos lados. El Chango empezó a llamarlas a gritos pero estaban muy asustadas y cada vez se alejaban más. Trabajosamente, una a una, las fue reuniendo y las llevó a un refugio entre las rocas, para esperar que pasara la tormenta.
Cuando las contó se dio cuenta que faltaba una: -¡La negrita!-gritó.
Y salió a buscarla, desesperado, pensando que acaso se había caído por la pendiente. Tal vez se habría lastimado. -¡Negrita! ¡Negrita!
Desde lo alto del desfiladero, vio allá en el valle verde, un gran rebaño de llamas. ¡Nunca había visto tantas juntas!
Las llamas seguían su camino, y subían, subían, ordenaditas y seguras, como si alguien las guiara.
Pero ¡no vio ningún pastor con ellas!
-¡Es Coquena- pensó -es el dios enanito que las lleva. Sólo él puede hacerse invisible.
-¡Coquena! ¡Coquena! ¡Ayúdame por favor! Y empezó a correr y gritar tras el rebaño. -¡Coquena! ¡Coquena!
Pero las llamas habían desaparecido tras el desfiladero y sólo se veía el valle, ya casi oscurecido, iluminándose de tanto en tanto a la luz de los relámpagos. De pronto vio un pequeño bulto, tirado sobre las piedras.
-¡Mi Negrita! -dijo con alegría- Pero cuando se agachó vio que no era su cabra sino una llama pequeña, y al parecer, herida.
-Debe ser del rebaño-pensó, y dijo mientras la acariciaba: -¡Pobrecita! No tengas miedo, yo voy a curarte. Pero si estás temblando... ¡y mi poncho tan mojado! Voy a llevarte con mis cabras, para que te abriguen. Y cuando estés bien volverás con tu rebaño.
Le hablaba con la misma ternura que a su Majadita, pero cuando fue a alzarla, en vez de la llamita se apareció el mismísimo Coquena. El Chango se quedó mudo de la emoción y asombro. Tieso...con los brazos extendidos.
Entonces habló Coquena: -Eres bueno, Changuito, muy bueno. Pide lo que deseas. ¿Quieres oro? ¿Quieres plata? ¿Quieres una majada grande, que cubra todo el valle?
-Gracias, Coquena. No quiero nada de eso…¡Por favor! Ayúdame a encontrar a mi cabrita perdida.
Al dios enanito le brillaron los ojos de contento y, señalando con su mano liviana hacia el norte, dijo: -Sigue hasta donde el desfiladero termina, dobla a la izquierda y hallarás una cueva. Todo lo que esté junto a tu cabra, es tuyo. ¡Es la voluntad de Coquena! Y así desapareció.
En la cueva encontró el Chango a la Negrita y, junto a ella, una bolsa con monedas de oro y plata.
Ya casi amanecía cuando emprendió el regreso a las casas, con sus cinco cabras. La lluvia había cesado.
Cada tanto se daba vuelta, y allá a lo lejos, a la luz de los primeros rayos del sol, le parecía ver los lomos dorados de las llamas de Coquena.
La mesa del humilde y del poderoso, un altar familiar, puños y cuellos de vestidos fastuosos y modestos, pañuelos, mantillas, colchas, toallas y almohadones; todo eso y más puede adornar y embellecer el ñandutí, magnífica joya de la artesanía paraguaya. La gracia y la delicadeza de su diseño ha inspirado conmovedoras historias de amor. Esta es una de ellas.
Ñandú Guazú, que significa araña grande, era el nombre de un joven guerrero guaraní que soñaba con conquistar a la bella y esquiva Samimbí. Deseaba obsequiarle algo jamás visto, algo que la deslumbrara profundamente e hiciera que la joven volviera su mirada y su corazón hacia él. Así andaba Ñandú Guazú, recorriendo selváticos paisajes, cuando elevó su mirada hacia el dios guaraní Tupá y descubrió azorado aquello que tanto ansiaba: en la copa de un frondoso árbol, bañado por plateados hilos de luna, pendía de las ramas un encaje de belleza sin igual.El valiente guerrero no lo pensó dos veces: trepó velozmente e intentó apoderarse de la tan preciosa joya, pero la fragilidad y la sutileza de la trama hicieron que Ñandú Guazú retuviera entre sus manos apenas una vistosa y desgarrada tela de araña.Desconsolado y sabiendo que ya nunca hallaría un obsequio más hermoso para su amada Samimbí, regresó a su casa. Allí su anciana madre, viéndole el corazón destrozado por la pena, pidió que la condujese al pie del árbol. Y cuál no sería la sorpresa de ambos al descubrir que en el mismo sitio se había formado un encaje idéntico al anterior.La viejecita estudió con gran atención las idas y venidas de la araña que hilaba pacientemente su primorosa trama. Luego, con sus agujas de tejer, comenzó a copiar los círculos y rectas que el insecto trazaba con admirable precisión. Usando las finas hebras de sus cabellos, la anciana logró reproducir fielmente el encaje: era el ñandutí o "canas de la araña".Así fue como Ñandú Guazú pudo regalarle a su amada una prenda digna de una reina.
El Ñancú batía sus alas en el cielo de Chosmalal. Los indios miraban atemorizados su vuelo; sus alas desplegadas, blancas muy blancas contra el azul de ese cielo, proyectaban una sombra negra, amenazadora, sobre la tierra.
-Mal presagio: vuela de izquierda a derecha decían los ancianos. - Mal presagio- repetían todos. En tanto el Ñancú seguía volando, cada vez mas alto, hasta perderse en las cumbres de la cordillera. Era en la tribu de Antumillán. ¿Qué habrá de pasar? ¿Qué mal nos acecha? Las preguntas no eran pronunciadas por ninguna boca; sin embargo, estaba en el pensamiento de todos. Casi ni hablaban por temor de enojar a los dioses.
El anuncio de Ñancú se hizo realidad: Antumillán, el muy amado cacique, enfermó de un mal desconocido. Nada calmaba sus terribles dolores. Sus piernas se paralizaban poco a poco y su voz era sólo un lamento. ¿Qué mal terrible era aquel que le hacía temblar de pies a cabeza? ¿Qué enfermedad se había apoderado de su cuerpo fuerte? El bravo cacique sufría y se iba agotando como árbol con la sequía. Todas las hierbas, las hojas y las raíces de las plantas curativas se habían probado sin resultado. Todas las plegarias se habían elevado a los dioses. Pero nada. Antumillán moría sin remedio y toda la tribu veía con dolor como se apagaba la vida de su jefe, el más bueno y valiente de cuantos hubieran conocido. Sufrían y lloraban sin comprender aquello que consideraban tan injusto. Pero ninguno tanto como la india Curuñé; ella estaba enamorada de Antumillán y le amaba más que a nada en el mundo. En silencio, sin que nadie lo supiera. Su amor era tan grande que hubiera hecho cualquier cosa por salvarle la vida. “Sólo la hierba milagrosa, la que esconde el pájaro agorero, el Ñancú-Lahuén puede salvarlo”.
Las palabras del hechicero doblaron el dolor de todos. Era sabido que el Ñancú quería cobrar una víctima y que nadie podría encontrar la hierba. Muy alta debía estar. Muy alta. Como el Ñancú.Curuñé partió de su comarca cuando el sol apenas asomaba. Nadie la vio partir. Empezó a ascender la montaña.-Debo hallarla- se repetía una y otra vez. Si, sus pies tenían alas. Corría y saltaba las puntiagudas rocas. Sus pies sangraban, pero el deseo de llegar hacía que no sintiera dolor.
-Tengo que llegar, tengo que encontrarla, ¡es la vida de Antumillán! decía.
Casi arrastrándose seguía subiendo la cuesta, cada vez más empinada y difícil. El valle iba quedando lejos. Sólo roca y silencio; viento y frío. ¿Dónde escondía la hierba el Ñancú? ¿No sería demasiado tarde?
- ¡Ñancú! ¡Ñancú! -gritaba Curuñé.
Más arriba, más arriba debo ir, pensaba Curuñé. Ya no resistía más. De pronto vio volar al Ñancú ¡tan alto! y describiendo círculos con las alas rígidas, hasta posarse en el filo de un peñasco. Desde allí la miraba amenazador. Fríos sus ojos. Fríos y penetrantes como el hielo de las cumbres. ¿Pero, es que alguien se atrevía a desafiarlo? ¿Es que esa débil muchachita pretendía llegar a sus dominios?
- Ñancú, Ñancú- suplicaba Curuñé -Dime adonde está la hierba milagrosa!
Silencio.
- ¡Por favor! ¡Antumillán se muere!
-Aquí está. Ven a buscarla.
De donde sacó fuerzas Curuñé, nadie lo sabe; pero llegó a la cima, donde crecía la bienhechora planta.
-¿Tanto le amas?- preguntó el Ñancú
-Todos le amamos- respondió Curuñé -Pero nadie como tú. Tu amor tiene la fuerza de mis alas y el poder los dioses. Pero Antumillán no lo sabe; él no te ama.-¡Eso no importa! Por favor...¡dame la hierba!
- Está bien, te la daré; pero a cambio de tu vida, que así dejará de ser estéril.
Nada respondió Curuñé; sus ojos brillaban como la luz del verano. Emprendió el regreso: su alegría era tan grande que más que correr, volaba. La planta devolvió la salud al cacique y todo fue fiesta y alegría en la tribu. El Ñancú batía sus alas destacando su blancura en el cielo de Chosmalal. Sus giros de derecha a izquierda, indicaban que el ave sagrada había aplacado sus iras. La felicidad volvía a reinar.
Nunca más volvieron a ver a Curuñé. Un día se fue a las cumbres y ya no regresó."Tu vida, a cambio, que así dejará de ser estéril", había dicho el Ñancú. Y así fue. Unos dicen que su presencia está en las plantas de Ñancú-Lahuén, que crecieron en las laderas a su paso. Otros, que convertida en ave acompaña al Ñancú en sus vuelos. Y que está a su lado para pedir piedad para todos los que aman.